Confieso que estoy lejos de ser un habitúe del terror. Es más, ni siquiera sé si llego a la categoría de simpatizante. Aunque reconozco que, en gran medida, esto tiene que ver con, por decirlo elegantemente, mis pocas dosis de valentía, creo que hay algo más. Estoy lejos de ser un experto en el tema, pero siento que, en mi caso, el problema suele estar en la fuente del horror.
Rojo: A Spanish Horror Experiencie
Por mucho, los videojuegos han sido mi forma más frecuente de acercarme al género, y suelo notar que la amenaza, en general, esta puesta en elementos que, al menos en mi caso, solo viven en la ficción. Fantasmas, horrores lovecraftnianos, criaturas de pesadilla, experimentos fallidos: el nutrido bestiario del horror pocas veces se atreve a salir de la fantasía, al menos en sus títulos más conocidos, repitiendo además lugares comunes propios de imaginarios mucho más antiguos, como la tradición judeocristiana.
Así, demonios y brujas, por poner el caso, también suelen ocupar un lugar privilegiado. A pesar de que, como dije, un simple Jump Scare basta para aterrarme, creo que la distancia entre ese mundo de pesadilla y la realidad lo vuelve menos amenazante y, por lo menos en mi caso, interesante. Pero entonces llega Rojo: A Spanish Horror Experiencie, y se propone buscar al horror en un lugar donde, lamentablemente, abunda: nuestro pasado.
El título es un juego gratuito que puede terminarse en una media hora, y, me hizo sentir ciertas reminiscencias al legendario Silent Hill que no fue, P.T. nuestro personaje, debe buscar a su amiga desaparecida en un oscuro y ominoso apartamento habitado por un demente homicida mientras resuelve unos (muy sencillos) puzles. Hasta aquí no habría gran novedad.
Lo interesante comienza cuando cruzamos la puerta de la casa en penumbras, y la ambientación elegida por el juego nos envuelve. Y es que el autor decidió que el clima de pesadilla que rodea nuestra exploración no este dado por simbología satánica o rastros de cultos esotéricos, sino por algo muchísimo más real y presente en su España natal: la nostalgia al franquismo.
Las paredes están repletas de cuadros de temática católica, y en la radio suena constantemente música tradicional española. Entre banderas de España y fotos de toreros, la televisión repite una y otra vez fragmentos de cintas propagandistas del régimen franquista, completando una muy fiel reconstrucción del imaginario ultraconservador de los sectores que reivindican al dictador español.
La gran virtud de Rojo reside ahí, en su ambientación. El título intenta desarmar las convenciones típicas del género, y convierte a la derecha más rancia en la pesadilla, revelándonos el carácter perturbador que entrañan sus discursos y simbología. Una empresa como esta es todavía más meritoria viniendo de España. Mientras que en algunos países como Argentina (desde donde escribo) las dictaduras genocidas atravesaron un intenso e histórico proceso de condena social y sus jerarcas fueron juzgados, en España no ocurrió nada parecido.
El fin del franquismo, una sangrienta dictadura ultraconservadora que duró casi cuarenta años, no se dio por una rebelión popular, sino por la muerte del propio franco en 1975 y un proceso de transición conciliador que derivó en impunidad. Por todo esto, el peso del franquismo en España es mucho mayor que el de otras dictaduras, y su reivindicación está mucho más presente en el escenario político local. En ese sentido, es imposible no celebrar un título que se propone colocar a este régimen genocida en el lugar que le corresponde: el de lo terrorífico.
El miedo puede paralizar, pero también alertar, y en un contexto de auge de las extremas derechas y sus discursos, es necesario reafirmar el carácter horroroso de sus discursos para reconocer su amenaza y actuar en consecuencia. Rojo viene a aportar a esto, y, por eso, creo que su propuesta de un terror más cercano a la realidad es algo a destacar.
Sin embargo, no puedo evitar pensar que hubo una oportunidad perdida. En Rojo, el franquismo y su imaginario se asocia a un lugar tétrico, lúgubre, habitado por un fanático demente que dejó de tomar su medicación psiquiátrica. Aunque, como dije antes, comparto el valor de esta asociación, también termina cayendo en lugares comunes que le quitan potencia.
A fin de cuentas, lo que realmente nos amenaza es un asesino lunático y su casa ominosa, y que sea franquista o no es algo secundario. El problema es que, aunque nos cueste reconocerlo, los fascistas del mundo real no viven en las sombras de sótanos oscuros, riendo malignamente como villanos de Disney. Son personas carismáticas y simpáticas que tiene millones de seguidores en las redes sociales, mantiene una estética amigable y cool, y una vida que, a ojos de cualquiera, se nos presenta como normal.
La ultraderecha más nefasta y terrible está entre nosotros, a la luz del sol, y eso, tal vez, podría dar más miedo que encontrarla escondida en un departamento abandonado. Comprendo que trasladar eso a un juego es algo difícil, pero la potencia perturbadora que puede entrañar esa “normalidad” detrás de las ideas más terroríficas es inmensa. Lamentablemente, Rojo juega a lo seguro y eso nos puede hacer olvidar una lección importante: en la Historia y el presente, a diferencia de los fantasmas y demás criaturas de pesadilla, los verdaderos monstruos generalmente no lo parecen.
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