En algún momento de mi infancia quise ser skater, como calculo que le habrá pasado a muchos de los que pasamos la niñez en los 90. Les pedí a mis papás que me compraran un skate de mala calidad para un cumpleaños porque, en un ataque de madurez, no quería que invirtieran en algo caro cuando todavía no sabía si la actividad me iba a gustar. Para mi sorpresa, aparecieron con una tabla hermosa, color verde lima y de calidad profesional. La lija venía aparte y tenía unas rueditas blancas, gorditas, que se veían deliciosas. No era de esas tablas anchas que pululaban en las jugueterías, con un lado recto y el otro redondeado; era una de verdad, angosta, redondeada en las dos puntas.
Empecé a practicar solo en la plaza de mi barrio y en el jardín de mi casa, pero las cosas no salían como pensaba que tenían que salir. Todavía la internet en casa era muy limitada y no conocía a nadie embarcado en la misma misión que yo, así que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo.
Una tarde fui con mis hermanos al velódromo de Lanús, el barrio en el que vivía. Ellos en bicicleta, yo en skate. Entonces conocí al primer skater de la vida real. Se me acercó y me saludó chocando la palma y el puño, y nos preguntó a mí y a mis hermanos hacía cuánto patinábamos. Le aclaramos que yo era el único que andaba en skate, y le conté que practicaba hace un tiempo pero que no me salía ni siquiera un ollie básico. Entonces, como si nada, procedió a mostrarme con su tabla. En el lugar, sin siquiera tomar carrera, se paró sobre su skate y saltó, levantándolo en el aire. Un pie tenía que dar el golpe y el otro succionar el skate en un movimiento fluido. Tenés que saltar, decía, y la tabla te sigue.
Nunca pude hacer un ollie, y la pasión prontó cedió lugar a la frustración. No duré mucho más en el skate, aunque lo mantuve conmigo durante años.
Poco tiempo después, sin embargo, la historia continuó. A fines de los 90 iba a un colegio bilingüe en el conurbano, y en mi círculo sonaba mucho rock californiano como The Offspring o más aún, cuando salió en el año 99, el álbum Californication de los Red Hot Chili Peppers. Californication era una oda a la vida californiana de los 90, y su videoclip retrataba algunas actividades o espacios típicos de ella como si se tratara de un videojuego. Los personajes surfeaban, manejaban descapotables, corrían por el bosque, saltaban terremetos y, por supuesto, andaban en algo muy parecido a un skate. La fascinación fue total: ¿por qué no existía un juego así? ¿Por qué no era posible recrear ese concepto? ¿Un escenario libre, grande y hermoso en el que uno salta y hace piruetas sobre una tabla?
Resulta que sí existía, y pronto llegaría a mis manos en alguna versión pirata de dudosa procedencia. Se trataba de Tony Hawk Pro Skater, y muy poco después de su secuela—la única que pude jugar, ya que fue la primera entrada de la saga en PC. El juego llevaba el nombre, la cara y la voz de el skater más famoso de todos los tiempos, y era posible recrear todos sus trucos, incluyendo el increíble 900. Lo que era más sensacional aún: para hacer un ollie, algo que nunca había logrado con mis piernas, bastaba con apretar y soltar un solo botón.
Pasé horas patinando sobre los increíbles escenarios en la piel de Tony Hawk, mejorando mi puntaje y perfeccionando cada truco. Hice todo lo que no podría haber soñado hacer cuando salía a la plaza con mi skate real. Los escenarios eran una maravilla de la arquitectura digital, con lugares secretos, recovecos y objetivos que solo se descubrían después de varias recorridas e intentos fallidos.
Si coincidimos con la famosa idea de Shigeru Miyamoto de los videojuegos como playgrounds—concepto que tal vez sería mejor traducido como arenero que como área de juego—entonces Tony Hawk Pro Skater es el arenero por excelencia. El concepto es exactamente el mismo que el de aquellos espacios en las plazas para que los niños jueguen: entren a este escenario un rato y hagan lo que quieran con él. Y el disfrute de hacer exactamente eso todavía es un recuerdo muy fresco en mi memoria.
Más de veinte años después, llegó a mis manos la versión remasterizada del juego para Nintendo Switch, que incluye tanto al primero como a su secuela. Los gráficos de esta remake dejan que desear, y la primera impresión es que está prácticamente igual que hace veinte años. Esto es, hasta que uno busca imágenes reales de los originales del año 1999 y 2000 y las compara. Sería prácticamente imposible jugarlos sin ningún cambio, habiendo vivido la evolución del medio hasta este momento. Pero por mucho que se esfuerce, el remaster no llega a verse como un producto actual.
Lo más importante, sin embargo, está intacto: el juego anda fluido, los fps son adecuados, y la jugabilidad en general es perfecta, que es lo más importante para una adaptación a la Switch, y en particular para una que requiere precisión en los movimientos. Esta combinación de visuales pasadas de moda pero jugabilidad inmaculada generan tal vez el efecto exacto que un remaster de una obra de veinte años tiene que generar: el de viajar en el tiempo.
Cuando me siento en el sillón y enciendo Tony Hawk Pro Skater 1+2 (o cuando hago lo mismo tarde a la noche en la cama, bendita sea la Switch), tengo de nuevo 11 años y estoy en Lanús. Los músculos de mis manos me duelen de tanto intentar saltar lo suficientemente alto como para llegar al techo de la escuela, patinar sobre la pared y golpear el último timbre que me falta para cumplir el objetivo. Y una vez que lo logro y desbloqueo un nuevo escenario, se genera la misma sensación de descubrimiento, de recoveco, de búsqueda en un arenero que es novedoso para mi yo adulto, pero a la vez profundamente familiar.
Tal vez no sea el principal defensor de los remakes y remásters, y me irrite su profusión como a pocos otros. En general, no encuentro ningún valor en la nostalgia. Esta vez, sin embargo, tengo que admitir que experimenté la excepción. A veces está bien mirar un poco hacia atrás.
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