Cuando las manos sostienen tu rostro, escondiendo tus ojos inyectados en sangre. Parece derretirse, desaparecer bajo un rictus desarticulado, impotente y miserable. Desconoces porqué. Solo sucede. En tu intimidad, no obstante, estás al tanto. Lo que afecta, afecta. El aluvión de angustia galopante es una bota pesada oprimiendo el paso de oxígeno desde los bronquios al dúo de bolsas de carne que, infladas, nos permiten diferenciarnos de las piedras.
El aire entra de a suspiros. Cortos. Infrecuentes. No va a terminar. El horizonte está muerto cuando la bruma te envuelve. Precisas huir. Necesitas ESCAPAR.
Estás en la nada. En el medio del océano cerúleo y vasto. Es una masa acuífera infinita y calma.
Las olas no existen. Las amenazas tampoco. Es lo que necesitas para disipar la niebla y ver más allá del fragor de una batalla que se decide en lo más interno de tus entrañas, en el núcleo mismo de tu humanidad amenazada. El ambiente reconforta. Los pulmones luchan encarnizadamente.
Clic.
Y se inflan.
Una casita apareció en el medio del mar. Unas gaviotas descansan plácidas en su techo a dos aguas de un viaje desde otro techo similar.
Clic.
Del acogedor hogar nace un camino de adoquines con barandas a cada lado que, de momento, no va ni muy lejos ni con un destino en mente. Varios clics más sobre las paredes y el techo de la casita, y de repente, es una mansión algo deforme que no ha abandonado su condición hospitalaria y amable. Sigamos por el camino al cual en su longitud le han nacido unos pasos submarinos para el paso del mar que se ha reencontrado luego de su separación empedrada.
Clic, clic, clic… la mansión ahora tiene un patio enorme con unos bancos de plaza que observan la quietud dimensional. Qué atrevimiento el de descansar en lo apresurado del presente. Más gaviotas se reúnen. Qué pacífico es, a menudo, el silencio. Con un clic, al patio le nace una boca en su precisa mitad. Quizás solo artístico. O puede tener el práctico fin de ser un medio para la pesca.
Tus ojos, en “feroz urgencia del ahora”, están finalmente presentes y calmos en la presencia de su escape.
Te gustaría sentir compañía. La soledad, con frecuencia obligatoria (y seguido necesaria), no siempre nos asiste. Dos clics. Dos casas. Y tenés vecinos invisibles. Una de ellas, con unas escaleras al mar. El camino a la nada resulta algo antiestético ahora que podemos pensar con claridad. Con una serie de clics lo derrotas. No opone resistencia a tu furia creativa, nacida exclusivamente de la desazón espiritual. Ahora querés pulverizar la solitud.
Más clics. Más vecinos. Más hogares. De todos los colores de los que disponemos. Edificios altos como la torre de Rapunzel, junto a viviendas sencillas y pequeñas pero que destilan lo que ansiabas.
La gama humilde de colores pasteles recuerda a los eternos campos de amapolas con su franca geometría llena de exactitud acaso lejana. No requerís mas. No hay más.
Esto es lo que es. Simpleza. Construcción calma. Piedra, pared, y matices, todo rodeado de mar, aves remolonas y pasajes. Es lo que, en estos tiempos revolucionados, te puede ayudar a escapar aunque no huyas en realidad a ningún lado.
Capaz precises algo distinto del origen de la farmacia, la clínica, o el entretenimiento. No somos quien para decirlo. No soy quien para determinarlo.
A veces, como algún otro durante el encierro, solo necesites esto. Un pequeño escape citadino que cuesta poco y pesa menos. Lo creó alguien al otro lado del mundo, un tal Oskar Stälberg, puede que con ese interés. Como dijo alguien hace unos pocos días:
“Sin whatsapp, sin redes sociales. Solo Townscaper: por fin, paz interior”.
Clic.
Estamos jugando Townscaper gracias a Raw Fury y sortearemos una copia del mismo a través de nuestro twitter. Aprovechá a participar, hay tiempo hasta el 9 de Abril.
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