Cada juego, sin importar género o escala, tiene ese momento en el que hace “click”. Una pelea con un boss, un diálogo, una secuencia cinemática que inclina la balanza hacia lo positivo y nos hace recibir con brazos abiertos lo que sea que venga después, entregados ciegamente a la voluntad del equipo de desarrollado. Y para mí, en Varney Lake ese momento llegó a los 15 segundos de juego.
La historia comienza en 1954, con Doug, Jimmy y Christine. Tres adolescentes caminando por un valle junto a un lago. Christine corta el tedio proponiendo a Jimmy, nuestro protagonista, un juego: “¿verdad o consecuencia?” Doug, irritado, dice que no tiene sentido preguntárselo, porque siempre elige lo mismo. De repente, el menú ofrece nuestra primera elección. VERDAD/CONSECUENCIA.
¿Pero cuál es la elección correcta? ¿Qué es ese “lo mismo” al que Doug se refiere? ¿Cómo puedo inferir la dinámica de este grupo con lo poco que sé de ellos? La atmósfera veraniega y el chirriar de los grillos no eran más que un engaño. Querían que baje la guardia solo para ponerme de golpe en un rol activo.
Después de pasar más tiempo pensando de lo que imaginaba, decido, aunque sé que no importa mi elección. Porque Varney Lake no quiere contarme una historia, quiere que la viva a través de sus personajes. Y lo que reciba a cambio de esta experiencia va a ser tanto como lo que invierta.
Érase una vez el terror
Varney Lake es el segundo juego del estudio argentino LCB Studios, dúo compuesto por el artista Fernando Martínez Ruppel, también compositor, y el escritor y diseñador Nico Saraintaris. Como su juego anterior Mothmen 1966, Varney Lake es lo que el dúo llama un “pixel pulp”: una aventura basada en menús con elementos de novela visual, minijuegos y múltiples finales. Hasta el nombre del estudio (“Literatura Clase B”) es un guiño a la literatura pulp, esos libros extraños e imperfectos, de terror y misterio, que parecen nacidos para caer en una mesa de saldos de la calle Corrientes.
Lo primero que salta a la vista de Varney Lake es el estilo visual. Las imágenes de Martínez Ruppel están ejecutadas en baja resolución con una paleta reducida que evoca las limitaciones de las computadoras personales de la década del ‘80, en particular la ZX Spectrum y el estándar CGA de PC.
El universo de Mothmen 1966 era rojo sangre y negro noche. Un juego que transcurría a lo largo de una única noche de horror. Varney Lake es otra cosa, y se extiende en el tiempo a lo largo de un verano que parece eterno. Las imágenes están impregnadas del azul del lago y el verde de las colinas a las que huyen nuestros héroes. Y como en las historias de adolescentes de Bradbury o King el terror es una mancha de humedad que no queremos ver hasta que creció más allá de nuestro control.
El rigor estético de Martínez Ruppel encuentra su contraparte en la filosofía de diseño igual de estricta de Saraintaris, que propone al jugador resolver cada interacción a través de la selección de opciones en menús tan primitivos como los de los juegos que jugábamos en aquellas máquinas. Algo que parece normal en una decisión tipo “Elige tu Propia Aventura” pero que el diseñador elige llevar a todo tipo de situaciones: juegos de cartas, puzzles, pesca y hasta un minijuego rítmico que hay que ver para creer.
Pero Saraintaris no es un monje zen del diseño al estilo de Jonathan Blow, sino que implementa cada interacción con un sentido del humor que contrasta con esa rigidez que LCB respeta a rajatabla. En primera instancia las limitaciones pueden resultar opresivas para un jugador acostumbrado a la simpleza de apuntar y clickear, pero en mi caso se volvieron un placer cuando decidí entregarme a la máquina ucrónica que los “pixel pulps” proponen.
Mensajero de la oscuridad
Las imágenes promocionales de Varney Lake parecen sugerir que es un juego de vampiros, lo que es – sin caer en spoilers – una verdad a medias. Nada grita “literatura pulp” como poner un vampiro en la portada de una historia que resulta ser la de tres adolescentes incómodos con sus propios cuerpos, sufriendo una metamorfosis comparable a la de un murciélago en humanoide (o viceversa).
El verano de Jimmy, Doug y Christine involucra, efectivamente, un encuentro con el vampiro de la portada, pero al terminar la historia uno se queda pensando en que quizás esos meses interminables no hubiesen sido muy distintos de no haberse cruzado con Liszt. A lo sumo, el desenlace hubiese sido (un poco) menos sangriento.
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Con el correr de la historia, el verano de 1954 se entrecorta con un reencuentro 15 años después, propiciado por Lou Hill, uno de los personajes secundarios de Mothmen 1966. Los episodios de Lou, un escritor en plena crisis creativa, ofrecen un bienvenido contrapunto a la angustia adolescente del ‘54 que aún así no deja de girar alrededor de las preocupaciones temáticas del juego: el poco control que tenemos sobre el mundo, la imposibilidad de volver el tiempo atrás, la creación como una forma más de inmortalidad.
Esto no quiere decir que Varney Lake sea un trip filosófico al estilo de juegos narrativos como What Remains of Edith Finch. El juego dura solamente dos horas y aún así se toma su tiempo para desarrollar escenas de suspenso, terror, comedia y hasta un trío de escalofriantes cuentos que parecen venir de una tradición narrativa siglos más vieja (y más oscura) que el humilde pulp.
A diferencia de Mothmen, que transcurría casi en tiempo real, Varney Lake está estructurado como una suerte de mini-Persona. Como en esa serie de JRPGs, los protagonistas tienen al principio de cada episodio la opción de pasar su tiempo libre en distintos puntos del pueblo, cada uno con distintas actividades. Este ciclo se repite lo suficiente como para reforzar la sensación de que estamos pasando días más o menos idénticos junto a estos chicos que quisieran que ese verano nunca termine. A pesar de que jamás expresarían en voz alta una emoción tan poco cool.
La muerte ronda a cada paso
A pesar de ser un juego de terror, Varney Lake no es cruento. La sensación de incomodidad siempre está en el aire, pero el objetivo de Saraintaris es acercarnos a los volcanes emocionales que burbujean en sus personajes. Los devaneos románticos del pobre Jimmy o la impaciencia de Christine son capas que enriquecen la tragedia inevitable que se avecina.
En esa anticipación del horror están las imágenes que me quedaron grabadas de Varney Lake. Martínez Ruppel disfruta narrar los momentos más oscuros a través de una especie de cámara lenta: trípticos comiqueros que congelan el segundo anterior al destello de violencia como una serie de golpes. Casi desafiando al jugador a que haga click y vea lo que viene después.
Las influencias de LCB son evidentes desde la primera imagen. El Stephen King de “It”, “Cementerio de mascotas” y “El cuerpo” (mejor conocida por su adaptación “Cuenta conmigo”). La variante más nostálgica de Ray Bradbury (“La feria de las tinieblas”, “El vino del estío”). Y en especial los cómics de terror de DC y EC Comics, como “La casa de los secretos” y “Cuentos de la cripta”. Liszt es casi una cruza entre el guardián de la cripta y Rod Serling de la dimensión desconocida.
Pero como todo en Varney Lake, las referencias de Martínez Ruppel y Saraintaris van más allá de la cita superficial de, digamos, Stranger Things. No es casualidad que un juego que evoca hasta la tactilidad de un pasado imaginario elija justamente libros y películas de los ‘80 que eran – a su vez – cantos nostálgicos a los ‘50 y ‘60. Ese suspiro por un ayer idealizado e inocente resuena en cada uno de los personajes, con la estructura de la historia e, idealmente, con el jugador.
Mothmen 1966 era un viaje. Se consumía con la voracidad insaciable de, digamos, un hombre polilla cenando una víctima. Varney Lake es más tranquilo, más seguro, menos adepto a terminar cada capítulo con un gancho. Usa otras armas pero genera la misma curiosidad, el mismo “¿y ahora qué va a pasar?” de la literatura que los inspira.
Por eso los pixel pulp son pequeños milagros. Juegos compactos pero cargados de detalles. Experiencias atemporales, lejanas a cualquier moda, de esas que parecen diseñadas para esperar al jugador el tiempo que sea necesario. Algo ideal para dejar en el backlog esperando el momento ideal. Por ahí, quién sabe, una buena noche de lluvia como esas que le salen tan lindas a Martínez Ruppel.