Crecí en los 90s en Lomas de Zamora, y orgullosamente digo que soy del conurbano, un lugar que tenía ciertos rituales: el ring raje, robarle nísperos a alguna vecina y jugar en el potrero. Pero mi ritual favorito era el de alquilar cartuchos de family.
Toda la semana juntaba moneda tras moneda, hasta que la quest por el cartucho empezaba. Había que caminar esas dos cuadras entre perros cuskitos que te chumbaban y changuitos de viejas que volvían de la feria, hasta que entrabas por el portal a esa cueva mágica donde pilas y pilas de cartuchos adornaban las bateas y la dueña del videoclub te atendía al mejor estilo RPG.
Lamentablemente esta señora no tenía un family a mano para probar los juegos, pero esa falta de adminículo testeador llevó a abrirme un universo muy ambiguo, un universo que lo amas o lo odias. El universo de los bootleg.
¿De qué estoy hablando? Hablo de unas Tortugas Ninjas salidas del docke, un Super Mario Samid artista marcial o un Street Fighter de 30 luchadores que eran los mismos 8 con bonetes, lentes, bigote y demás. Hablo del Mortal Kombat para family, con las fatalitys y todo, pero con un Goro que no respetaba las proporciones.
Pero si de juegos de peleas hablamos estaba el World Heroes 2, y ahí es donde se pudría todo. Imaginate un juego de peleas donde podés elegir entre Ryu, Super Mario, Chun-Li, Leonardo, Haggar, Bowser, Laurence Blood, Andy Bogard, Goku, Mai Shiranui y Bison. Un pupurrí que pegaba más fuerte que una jarra loca de Tropitango. Si los Simpsons presagiaron las torres gemelas, este juego presagió Ta-Te-Show y el Super Smash Bros.
Pero este bootleg no termina acá, teníamos el Batman y Flash. Y no amigo, no era uno de esos crossovers mágicos y maravillosos como el de Susú Pecoraro y el profesor Lambetain, era simplemente el Monster in my Pocket con los sprites principales cambiados, pero en nuestras mentes imaginábamos que los enemigos eran los villanos típicos de DC.
Cuando empezaron a ganar terreno los 16 bits y un Sega era inalcanzable, un alma caritativa hizo alquimia y fusionó dos elementos: Sonic y Mario. Ese resultado que no respetó el principio equivalente nos dejó a SOMARI, un Mario que nos hacía la V peronista en la pantalla de Start, y que con unas zapas deportivas (seguramente firmadas por Ruckauf) debía recorrer los más recónditos niveles del erizo azul, para al final encontrarse a Robotnik y decirle: «Usted avaló el encierro de miles de animales inofensivos en robot». Y ahí se armaba un combate digno de ser relatado por Osvaldo Principi.
De Mario teníamos hacks de todo: Mario Picapiedra, Mario Tiny Toon, Mario Sapag y gran elenco (bueno este ultimo no), pero como el fontanero venía pegando fuerte hicieron esa manganeta.
Pero si hablamos de un bootleg de nuestro bigote favorito, voy a hacer un parate para hablar de Kung Fu Mario (Mario 10 para les amigues), un título amado por todes, donde un Mario en musculosa que tomó clases con Etchavarria de Brigada Cola, va caminando con su prometida (una Chun-Li rosa) por las tierras de Ezeiza, hasta que aparece un Dhalsim re loco y la rapta… y bueno, tenés que ir repartiendo mamporros a todo lo que se mueva para poder rescatarla.
Más adelante nos dimos cuenta que esta gema videojueguil no se trataba ni más ni menos que de un hack del gran artista marcial Jackie Chan, pero en nuestros nostálgicos corazones siempre va a ser Mario, que no te vendan gato por perros.
Y ya pasados los años, podemos decir que esas carátulas con personajes horribles, vapuleados por los amiguitos del barrio hoy pasan a ser una gema histórica en el corazón del videojugador nostálgico argentino. Así como el dirigible de esa marca de lácteos nos refrescaba por con su sombra en los veranos noventeros, estos juegos hicieron lo mismo. Larga vida al bootleg.