Uno de los desafíos con los que nos encontramos los artistas formados en universidades cuando nos metemos en el mundo de los videojuegos es que no siempre nuestros conocimientos bastan para la tarea que tenemos por delante. Y esto surge en muchos casos por la idea errónea de pensar el arte para videojuegos mirando siempre hacia adelante, hacia la tecnología, y no hacia la historia del arte que lo fundamenta.
Tiene tanto que ver con programas, armonía y teoría del color, como tiene de pedagogía y didáctica. En los juegos el arte tiene dos funciones fundamentales. Una es crear el clima, el tono de la experiencia. Hacer sentir cosas al jugador, setear su estado de ánimo para que la experiencia pase los límites de la pantalla y sea fenomenológica, atraviese el cuerpo. Hasta ahí estamos. Pero además, el arte es, casi por sobre todas las cosas, una forma de feedback y de enseñanza.
Los desarrolladores de juegos somos diseñadores y artistas, pero también somos educadores. Enseñamos a los jugadores cómo funciona el mundo que queremos mostrarles. Y en este sentido, el arte para juegos tiene un anclaje muy atrás en el tiempo, en la edad media, y podríamos ir aún más atrás incluso.
En la edad media, los vitraux, tapices y demás imágenes de las iglesias no cumplían un rol meramente decorativo, sino también didáctico. En una sociedad donde la mayor parte del pueblo era analfabeto, la imaginaria cristiana debía poder llegar a las mentes y almas de los fieles sin palabras, y lograr conmoverlos. Aunque estas imágenes tenían un apoyo verbal en las misas, las escenas se comprendían a simple vista. Y son imágenes que no sólo debían contar una historia, sino además enseñar normas, doctrinas y valores. Cosa que lograban gracias a la iconicidad de los retratos y la simpleza de sus figuras, lo conseguían.
Los videojuegos intentan (o al menos deberían) emular este ejemplo, enseñando las mecánicas a través de imágenes y sonidos claros, que transmitan bien las sensaciones. Hay muchas maneras de conseguir esto: un ambiente nevado puede lograrse con colores fríos y claros (azules, verdes) y sonidos agudos, como campanitas, quizás el sonido del viento. Un desierto, en cambio, podría usar tonos cálidos (naranjas, amarillos) y una música que utilice la escala menor armónica para que suene árabe. Pero, además, hay que enseñar qué cosas son buenas y qué cosas no, por cuáles acciones el jugador va a ser recompensado y por cuales castigado.
Y esto me vuelve a recordar a las escenas religiosas, enseñando a los fieles a distinguir el “bien” del “mal” (según su propio “lore”, claro está) y cómo se los premiará o castigará según cumplan esos mandatos.
En los juegos el peligro debe ser claro. Picos que se vean puntiagudos, pozos sin fondo, enemigos con movimientos espasmódicos o actitud amenazadora, cosas rojas o verdes brillantes (como la lava o el ácido), explosiones que den a entender su poder destructivo. Y claro, los sonidos que acompañarían todo eso.
Pero también las cosas buenas, objetos que se vean claramente amigables, que brillen y hagan sonidos bellos al tocarlos. Cosas que a veces se podrían considerar “Juicy” (detalles bellos pero irrelevantes), pero que en realidad son parte fundamental de la experiencia.
Hoy en día estamos malacostumbrados a los tutoriales por demás de explicados, pero si volvemos a experimentar algún juego viejo (retro, para ser más respetuosa), por ejemplo de las queridas NES o Sega Génesis, veremos que difícilmente tengan un tutorial o alguna explicación con texto. Juegos como los primeros Mario, Sonic o Megaman son como biblias del game desing, donde todos los elementos artísticos, mecánicos y de diseño de niveles trabajan en conjunto para enseñarle al jugador todo lo que necesita saber en cuestión de segundos o escasos minutos.
Aunque es verdad que también tenían algún apoyo verbal, tal como las misas explicando los vitraux. Estaban los manuales y los dibujos de las cajas en los juegos que ofrecían, no sólo una suerte de tutorial en papel, sino un material de apoyo a la historia y al lore del juego. A veces, incluso, eran la única fuente de narrativa y lo que le daba un sentido histórico a las mecánicas, como en el caso del Breakout, que en su paso desde los arcades a la consola Atari 2600, dejó de tratarse sobre un preso escapando para pasar a ser sobre un inocente tenista.
Manuales y cajas que, sin embargo, quizás muchos de nosotros, por haber probado las versiones truchas, no sabíamos de su existencia, y pudimos disfrutar de las experiencias sin ellos, porque el juego nos supo enseñar todo lo que debíamos saber para completarlo.
En conclusión, un buen desarrollador no sólo debe saber de su área, sino además debe saber cómo enseñar y cómo transmitir emociones y conocimientos a sus jugadores. En el sentido más pedagógico de la transmisión.
La pedagoga y filósofa francesa Laurence Cornu, considera que el conocimiento no puede transmitirse como un “paquete de saber”, sino que es la manera de aprenderlo y la pasión del enseñador lo que lo transmiten. Un tutorial extensísimo nunca va a ser tan eficaz como un Goomba amenazador viniendo hacia nosotros.
Transmitir un saber es reconocer en otro sujeto la capacidad de aprehender ese saber. Los vitraux no subestimaban a sus fieles, pero dejaban las cosas claras e impactantes para que sus historias resonaran en sus corazones. Y así los buenos juegos relatan sus historias y enseñan sus mecánicas, gracias a estos artistas que se saben no sólo desarrolladores, sino educadores que enseñan a jugar.