Pasó relativamente poco desde el lanzamiento de la nueva obra de Hideo Kojima, que despertó tanta fascinación como polémicas. Y hoy, tras casi dos meses de estrenado, les acerco las conclusiones de lo que fue experimentarlo y terminarlo. A mi manera de ver, un videojuego innovador desde su experiencia.
“Es sólo un fichín de delivery, me aburre”, «no le veo lo divertido de ir del punto A al punto B«, algunas de las frases más leídas y escuchadas por la ola de detractores que siempre aparece a continuación de la llegada de títulos taquilleros como este. Me parece una actitud muy sana la de cuestionar los éxitos que se vienen inflando demasiado, y por este motivo es que arranqué Death Stranding con expectativas bajísimas, acompañada de la sospecha sobre una posible venta de humo de su autor.
Sin embargo, después de haberlo experimentado, mis conclusiones no sólo fueron muy distintas a las esperadas, sino que la vivencia me hizo palpar la cualidad más importante de este título desde un lugar muy diferente al que pintaban sus trailers y reseñas. Sí, la trama tiene un nivel de complejidad bastante rebuscado que lo acerca a esas películas europeas oníricas medio falopa donde nos quedamos como John Travolta en el meme de Pulp Fiction, sin sentir seguridad de haber entendido todo lo que acabamos de digerir. Pero Death Stranding es otra cosa que trasciende a su trama, hasta incluso esta puede terminar quedando en segundo plano.
Cuando arrancamos la historia de Sam, empiezan a aparecer frases que vienen y van, la semántica del juego, en líneas generales, tiene una sutileza que trasciende a la historia que transcurre entre sus personajes, y ese significado es el que subyace en las mecánicas. Sucede que, independientemente de lo que le pase a Sam Porter Bridges, nosotros jugando en su piel vamos a comprender poco a poco el valor indescriptible de la conexión con otras personas en el mundo. Y esto no va a suceder porque su misión sea conectar estados de Estados Unidos, es porque atravesando la desolación de un mundo cuasi post extinción y arrasados por el esfuerzo ascendente que nos exige cada misión, vamos a encontrar un bálsamo en la ayuda constante de otros jugadores, un oasis en el medio del desierto.
Así es como Kojima resignifica el valor de un mundo plagado de información desde el nacimiento de Internet, pero le adhiere un valor positivo para enseñarnos cuánto se puede construir a través de los esfuerzos mancomunados. Y por eso, de alguna forma, excluye casi con desdén a toda la gente que habla con displicencia de lo estúpidamente chato que parece el planteo de su juego, sin profundizar en sus facetas. Death Stranding es una obra pensada para quienes encuentran el verdadero valor en la colaboración ajena y tienen ganas de contribuir, el título mismo te lleva armónicamente a querer tomar decisiones que beneficien a otros jugadores.
Sam viaja solo por este mundo, cruzándose eventualmente algún que otro viajero, pero primordialmente amenazas de toda clase: Terroristas, BTs, Mulas… no vale la pena que les cuente de que se trata cada uno, alcanza con que sepan que esto vuelve sus caminatas arriesgadas y complejas. Cada viaje que hacemos debemos pensarlo muchísimo, llevando la cantidad adecuada de herramientas, aunque muchas veces habrá que sacrificar algunas porque el envío pesa demasiado.
Y así es como arranca la cooperación. De repente tenemos que cruzar una montaña y vemos la escalera que otro jugador dejó en nuestro camino, justo lo que necesitábamos. Quizá estamos subiendo una montaña infernal para evitar cruzarnos con amenazas peores y alguien dejó un cartel animándonos a seguir escalando, que además al tocarlo recobra la estamina de Sam. Cuerdas de escalada, señales de desvío, avisos de amenaza, emojis positivos, recordatorios… todo empieza a surgir en nuestro camino y, de alguna forma, palpamos que esa soledad y ese silencio no son tales.
Los caminos, además, son complicados de recorrer, pero Death Stranding reconoce cuando muchas personas han transitado repetidas veces el mismo lugar, haciendo que la senda se vuelva más lisa y sencilla de caminar, igual que en la vida real. Más adelante, tendremos la posibilidad de construir autopistas y tirolinas, que muchas veces son la salvación en los peores momentos… no les explico el placer infinito que implica entrar a la partida y descubrir que un buen samaritano llevó hasta la otra punta del mapa los elementos suficientes para reconstruir ese trayecto y hacernos la vida más sencilla. Ni hablar de los transportes, estoy segura de que a todos les ha pasado lo mismo: construir y guardar su primera motocicleta; hasta que descubrir que la pueden dejar en cualquier lado, porque aunque desaparezca, alguien más habrá dejado otra en el camino para que usemos.
Como si esto fuera poco, los “contratos hebra” que se pueden realizar con otros jugadores, nos permiten descubrir quiénes son las personas que más han participado en el servidor donde estamos y por lo tanto recibieron más likes por sus contribuciones. Podemos hacer contratos con ellos y repentinamente empezar a encontrar en el mapa más de sus construcciones y herramientas, volviendo al universo de Death Stranding un lugar menos hostil.
Hideo Kojima, sutilmente, incorporó a nuestras vidas más ideología social sobre solidaridad de la que podríamos encontrar en un libro, y esta es otra de las maravillosas virtudes que nos pueden ofrecer los videojuegos, de las cuales quizá todavía no estamos del todo conscientes. Por eso creo que, aunque Death Stranding quizá no sea la obra maestra de todos los tiempos y mucho menos una joya de la narrativa, es una puerta de entrada para una era en donde los juegos nos ofrezcan algo más que una experiencia.
No se priven de probarlo.