Durante las primeras dos décadas de este siglo hubo un boom de un subgénero narrativo muy particular: las historias de apocalipsis. Así como en los años cincuenta y sesenta florecieron la ciencia ficción, los viajes espaciales y las tramas vinculadas a la radiación, en los 2000 y 2010 florecieron las ficciones del fin del mundo. En particular, fueron muy prolíferas las vinculadas al fenómeno zombie, aquella fantasía en la cual la mayor parte de la población mundial no solo muere, sino que se convierte en el enemigo, popularizada por George Romero en 1968 con The Night of the Living Dead.
Se podría argumentar que existe algún tipo de inconsciente colectivo que anticipa el devenir histórico, o que percibe el clima de su tiempo mejor que cualquier individuo. Pero en cualquier caso, lo cierto es que el fenómeno apocalíptico no perteneció a ningún otro lugar más que a la ficción o a la especulación durante estas dos décadas. En 2020, sin embargo, tuvimos un acercamiento a lo que un cambio radical del orden mundial significaría cuando se desató la pandemia de COVID-19 en el planeta. Lo que veníamos consumiendo y creando en el campo de la ficción pareció resignificarse como un fenómeno predictivo.
Quiero aclarar: la pandemia no fue un evento apocalíptico, y el mundo parece estar recuperándose a buen ritmo. Hasta incluso podríamos prever, los optimistas, que en poco tiempo no va a haber rastro de ella. Pero de cualquier forma, es el evento que más modificó la vida cotidiana a nivel global desde que la mayoría tenemos memoria, y sacudió nuestro esquema de lo que es posible que suceda en una vida humana.
La pandemia interrumpió de un momento al otro nuestra vida, y cambió radicalmente nuestra forma de hacer las cosas, nuestra capacidad de hacer planes y nuestras perspectivas de futuro. A partir de febrero o marzo de 2020, dependiendo del país, hay una vieja normalidad que extrañamos, y una consciencia de que la realidad que conocemos no está dada y puede cambiar. Esto es exactamente lo que los cuentos de apocalipsis retratan: el momento en el que nuestra realidad como sociedad es destruida y reemplazada por otra, siempre peor.
Entonces, ¿cómo se ve un relato de apocalipsis, y en particular de pandemia, después de haber vivido una pandemia? ¿Cómo afecta la percepción de eso que parecía enteramente ficcional el haber presenciado de primera mano un cambio radical en el estado del mundo?
La narrativa ambiental como mecánica
The Last of Us es probablemente uno de los mejores exponentes de la ficción apocalíptica a la que me refiero en los primeros párrafos de este artículo. Es un juego narrativo tremendamente exitoso que vio la luz en 2013 y que rápidamente se convirtió en un referente para toda la industria, así como un favorito de multitudes. Así y todo, de alguna forma logré pasar los últimos ocho años sin jugarlo y, lo que es más sorprendente, sin leer o ver ningún detalle de la increíblemente popular trama. En las últimas semanas me dediqué a saldar esta cuenta pendiente y, más allá de las emociones que me despertó la historia que retrata, la cercanía con el mundo creado y la forma en que ese mundo se transmite me parecieron particularmente impactantes.
En The Last of Us hay una mecánica narrativa muy común en otros juegos, pero que pocas veces es implementada con este nivel de profundidad y maestría: la narrativa «ambiental». Este término, un poco cacofónico y producto de la traducción casi literal de enviromental storytelling, refiere a la narración que se da mediante la construcción de los escenarios, niveles, o entornos que atraviesa un jugador. Tal vez podríamos llamarla también narrativa escénica, o incluso contextual, considerando que en buena parte no tiene que ver directamente con el «ambiente». En cualquier caso, el concepto es en teoría simple, y compartido con otras artes audiovisuales, como el cine: los lugares hablan de las cosas que sucedieron allí, y de los personajes que los habitaron o habitan.
Si bien existe en cine englobado bajo el área de la dirección de arte, en los videojuegos adquiere otra dimensión, al ser estos lugares habitables y explorables por el propio jugador; es decir, al ser interactivos. Un ejemplo muy básico de esto es el género hidden objects, en el cual el objetivo principal es descubrir objetos en escenarios, y mediante esos descubrimientos avanzar la trama.
En The Last of Us, donde cada escenario y nivel está pensado para ser recorrido en una dirección única, y cuya trama es absolutamente lineal, la narrativa ambiental no tiene un sentido estructural. Excepto en los momentos de puzle en los que nos vemos obligados a interactuar con el entorno para avanzar en el escenario de turno—y en estos casos, las interacciones son básicas y notablemente vacías de narrativa—aquí la narrativa ambiental es casi completamente ignorable.
Respecto a generar el clima de la historia y entender el estado apocalíptico del mundo que habitamos, como un «fondo» para la trama, los escenarios de The Last of Us cumplen su función perfectamente. En una época en la que estamos totalmente acostumbrados a este tipo de situaciones, ver una calle en ruinas y cadáveres acumulados aquí o allá automáticamente gatilla en nuestra mente el género: apocalipsis zombie. En ese sentido, se puede experimentar en cualquier imagen de cualquiera de las versiones de The Walking Dead, o en cualquier juego del género como World War Z o Left 4 Dead.
The Last of Us no es World War Z
Lo que lleva esta mecánica narrativa más allá en este título, es el hecho de que hay mucho más en el diseño de escenarios de lo que se ve a simple vista. Ninguna calle en ruinas es solo una calle en ruinas en The Last of Us, y ningún comercio saqueado es cualquier comercio saqueado. En una enorme cantidad de material narrativo enteramente opcional, cada lugar presentado en este título contiene niveles de significado dramático tan profundos como inesperados.
Uno de los ejemplos más completos de cómo la construcción de escenarios construye historias enteras que dan significado al mundo que habitan los personajes (y, por lo tanto, a sus propias historias), se encuentra en las cañerías de Pittsburg que Joel y Ellie recorren junto a Sam y Henry. Allí, mediante la simple observación del entorno se entiende que vivió hace tiempo una comunidad entera de personas, y hasta es posible reconstruir cómo se formó dicha comunidad.
Queda claro que parte de esa comunidad era un grupo de niños, y que los adultos intentaban mantener una educación similar a la de la normalidad previa a la pandemia, enseñándoles matemáticas e inglés.
A medida que se avanza en el recorrido de las cañerías, algunos mensajes y restos de los lugares dan cuenta de que las cosas se complicaron para ese grupo, hasta que se encuentra un cuarto con una sola puerta en la cual una nota relata los momentos previos al final de su historia.
Según relata esta nota, el último adulto se encuentra encerrado en el cuarto con los niños, y los infectados golpean para entrar por las puertas. El adulto—Kyle—aclara que si la situación llega al extremo, hará que la cosa sea rápida. Si el jugador mira con un mínimo de atención el resto del cuarto, puede ver que efectivamente eso es lo que sucedió. Kyle, como último miembro adulto de la comunidad, y ante la amenaza inminente de los infectados del otro lado de la puerta, sacrificó a los niños antes de quitarse la vida.
Un grafiti que explica que «no sufrieron» como último mensaje del adulto autor de aquella nota, deja en claro el final a para la comunidad de las cañerías.
Todo este pequeño arco argumental, con personajes detallados y una estructura de desarrollo completa de principio a fin, no es ni siquiera una trama secundaria, y ninguno de sus personajes aparece en carne propia en la trama que nosotros, como jugadores e intérpretes de los protagonistas, estamos experimentando. Lo que es más, la profundidad de la historia y hasta su presencia en absoluto depende de las ganas que tenga el jugador de buscar sus indicios y reconstruirla por sus propios medios en los restos que quedan de ella. Si el jugador no lo desea, puede atravesar por completo The Last of Us viviendo casi únicamente los eventos de sus protagonistas.
El indicio: la herramienta fundamental
Entonces, bajo la superficie lineal y «cinemática» (siempre excelente, vale aclarar), The Last of Us narra profusamente a través de indicios como único recurso. Y esto es así, y solo puede ser así, porque esta es una historia, y un mundo, que vive enteramente del pasado. Una cualidad definitiva del pasado es su existencia fragmentaria, y esta existencia siempre es expresada, aunque sea en un primer nivel, a través de indicios que son la única prueba tangible de que alguna vez fue real. The Last of Us usa esa cualidad y la explota al máximo, convirtiéndola en una parte esencial de su estructura y de su gameplay.
Joel y Ellie viven constantemente recuperando piezas rotas del pasado en forma de recursos (tijeras, cintas, pedazos de tela) para construir con ellas algo que tenga sentido en el presente, de la misma forma que, como jugadores, recuperamos piezas de historia aquí y allá para darle un sentido al mundo que estamos recorriendo.
Todos estos indicios y estas reconstrucciones, entonces, apuntan invariablemente al pasado. Cabe preguntarnos entonces a qué pasado. Por un lado, al pasado anecdótico de los personajes dueños de dichos indicios. En el caso de las cañerías de Pittsburg, a la historia de su supervivencia allí. Pero hay otro nivel de pasado, no anecdótico, al que todos, absolutamente todos los elementos de The Last of Us, refieren. Y ese pasado no es ni más ni menos que lo que hoy en día llamamos, con tanta familiaridad, la vieja normalidad.
«That was too close«
The Last of Us empieza el día en que la vieja normalidad es destruida, y a partir de ese momento no se deja en ningún momento de recordarla. Volviendo una vez más al ejemplo de la cañería, las matemáticas en la escuela improvisada (¡las clases presenciales!), de una evidentísima inutilidad en la realidad que habitan Joel y Ellie, no hacen más que recordar que aquel mundo ha dejado de existir. El recuerdo de Joel por las cafeterías, los viajes y los carritos de helados son testimonios constantes de alguien que conoció un mundo pre-pandémico. Y la diferencia entre él y alguien que no lo hizo (Ellie) genera algunos de los diálogos más interesantes del relato.
Ellie, nacida en pandemia, no sabe nada de la vieja normalidad. El contrapunto con Joel, que la vivió plenamente y a quien le fue arrebatada de un momento a otro, es total. Ellie pregunta constantemente por qué las modelos no comían si tenían comida, por qué la gente iba a cafeterías solo a tomar café, cómo eran los videojuegos. Y en absolutamente todos los casos, estas preguntas surjen directamente de los escenarios que los personajes atraviesan, y de los restos del viejo mundo que permanecen allí.
De jugar The Last of Us después de haber vivido una pandemia es perturbador encontrarse recordando algunas cosas con la misma melancolía que un sobreviviente de un apocalipsis zombie, como el momento en el que Joel y Henry recuerdan cómo era tener un asado con amigos. Porque la horrorosa epifanía que genera el juego es entender que esa normalidad es vieja y obsoleta no solo para ellos, sino para nosotros.
Al menos está el consuelo de saber que, en nuestro caso, hay retorno. Cuando estemos del otro lado, tal vez podamos ver The Last of Us como un indicio en sí mismo que cuente algunas de las preocupaciones, los miedos y las pesadillas, de la generación pre-pandémica.
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