Soy consciente de que a esta altura un texto que hable sobre la pandemia es completamente innecesario. En Argentina parece que los peores momentos han pasado gracias a la campaña de vacunación y casi nadie desea volver a recordar la crudeza del encierro. El COVID-19 es una noticia vieja que ya no le importa a nadie y ahuyenta a todos los que quieren pasar de página.
Lamentablemente, aún queda bastante por vivir de este fenómeno por las consecuencias que generará durante varios años. Un virus que afecta a toda la población del mundo no va desaparecer de un día para el otro y tendremos que aceptar que vivimos en una nueva realidad. Puede parecer que no es distinta a la anterior pero, aunque nos cueste creerlo, vivimos el fin del mundo y ahora estamos sobreviviendo en sus restos.
Puede que mi afirmación suene sensacionalista, digna de los diarios más amarillistas del país. Estoy seguro de que puedo justificar mis palabras pero tengo un problema: nuestra representación de tal suceso está asociada a cierto tipo de imaginario ficcional. Casi siempre, el fin del mundo se muestra como algo evidente e imposible de ignorar para la mirada. Esta situación nos deja con una pregunta: si el apocalipsis sucedió, ¿cómo es que no lo notamos?
La única manera de responder a esa pregunta es hablar en los mismos términos ficcionales. No es que voy a hacer un cuento sobre esto, sino que voy a pensar sobre las múltiples ideas que rodean lo que imaginamos al hablar del tema. Como la representación es el problema (como en otros casos), entonces tengo que orientarme hacia la demostración de que el fin de los tiempos sucedió tal y como solemos pensarlo.
Será una tarea larga y difícil de abarcar, por eso voy a tratar de dedicarme el espacio para completarla. Este es el primer intento de acercarme al tema y pensar en las múltiples maneras de representar el fin del mundo. Son tantas que tienen su propio subgénero y lectores/espectadores/jugadores específicos de estas representaciones.
Tratar de ver una por una sería prácticamente imposible pero la mayoría repite ciertas convenciones que las hacen pertenecer a este determinado grupo. Lo que sí podemos hacer es pensar estas repeticiones para encontrar las similitudes con nuestra experiencia. Sin más vueltas, son bienvenidos a pensar en el fin del mundo conmigo.
Supervivencia y miedo
Por algún lado hay que empezar y me arriesgo a decir que el mejor punto para hacerlo es arrancando por la idea de la supervivencia. Sin lugar a dudas, esta convención es la más central de todas y la que recorre muchas otras. Es imposible pensar en el post apocalipsis sin hacerse la idea de que alguien lo superó y ahora vive tratando de resistir las consecuencias que ocasionó.
En las historias de estos mundos acabados, los protagonistas tienen una sola meta en la cabeza: mantenerse con vida. La subsistencia se vuelve el eje central de las motivaciones de cualquier superviviente. No importan los porqué, los cuándo y los cómo, solo interesa resistir a cada una de las dificultades con las que un hombre o mujer se tope.
Se pueden pensar muchos ejemplos como The Road (2009), Love & Monsters (2020) o similares, pero en el terreno del gaming el mayor exponente es un título independiente: Neo Scavenger. En este juego procedural se ve claramente que sobrevivir es el máximo objetivo a cumplir. Cada partida inicia con un personaje sin identidad que se libera en un mundo arrasado por fenómenos desconocidos.
Este protagonista es una suerte de molde en el que los jugadores ponen las estadísticas que más les interesan. Las habilidades marcan el estilo de juego y el enfoque para abordar los conflictos que se presentan en el camino. Pero como dije al principio, la única meta es mantenerse con vida en un entorno hostil donde cada recurso es preciado y hasta los objetos más elementales escasean.
Más allá de la historia que rodea a este mundo, el centro de la propuesta es emular la sensación de que lo único que se puede hacer es resistir a todas las amenazas que enfrenta el jugador. Las reglas que existían cambiaron y los únicos valores que importan son aquellos que garanticen la supervivencia de los individuos. Ya no se puede confiar en nadie y solo se debe pensar de forma egoísta, después de todo con el fin del mundo también se terminan las reglas que seguíamos.
Aunque estos fenómenos suenan ajenos y alejados de las experiencias que tuvimos hasta ahora, creo que es posible establecer una equiparación con algunas situaciones de público conocimiento. No es ninguna revelación decir que, al principio, la pandemia que vivimos afectó a todas las sociedades de maneras particulares e inesperadas. Los cimientos de la organización política, económica y social temblaron durante algunos meses.
La realidad de la pandemia
En ese tiempo se vivió en plena incertidumbre: la información que poseíamos sobre el virus era poca, lo que quitaba la posibilidad de generar planes a largo plazo. Lo único que nos quedaba era el día a día, cualquier otra necesidad se reemplazó por la exigencia de mantenernos encerrados y dotados de los bienes más valiosos. Tuvimos que acumular agua, comida y otras provisiones que pasaron a ser codiciadas como nunca (¿se acuerdan de la ausencia de papel higiénico?).
Todos trataron de aprovisionarse para evitar el exterior que ahora resultaba peligroso. Cada salida era una expedición, una pequeña aventura digna de las primeras páginas de El Eternauta. La diferencia principal con ese relato es que no temíamos a criaturas inexplicables, sino que como en Neo Scavenger el miedo era hacia otros de nuestra especie. No era un temor a ser atacados pero igual generaba sospechas, todos podían ser portadores de un mal invisible que atentaba contra la salud de las personas.
La consecuencia inmediata de toda esta situación fue la extensión de la paranoia, el egoísmo y la instauración del terror hacia los otros. Solo se podía confiar en los más cercanos e incluso ellos, a veces eran el objeto de nuestros peores miedos. Todos temían al otro y se torcieron los valores que algunas vez fueron claves para la vida en sociedad.
Estábamos intentando sobrevivir, como sea y como se pueda. Cambiamos nuestra forma de actuar y con ese acto, muchos valores dejaron de tener la misma importancia. Se fragmentó el mundo, pasamos a un estadio previo a la conformación de estructuras grupales y nos convertimos en el lobo del hombre. No éramos tribus, pero tampoco teníamos las mismas costumbres del hombre moderno que deambula por las calles de la ciudad.
Por algunos meses fuimos supervivientes aunque no de la forma que imaginamos. Los sucesos que atravesamos nos hicieron abordar la vida como si no quedara nada más que nosotros mismos. No había un yermo como en Mad Max: Fury Road (2015) o la saga Fallout, pero el exterior igualmente se sentía contaminado y peligroso con solo respirarlo. La catástrofe que nuestra mente tiene como referencia sucedió sutil y silenciosamente, con nosotros aun creyendo que manteníamos la vida de siempre.
Tal vez lo único que hacemos hoy es vivir en los restos de un mundo que ya no existe, habitamos sus ruinas y nos alimentamos de lo que encontremos. Lamentablemente no es tan espectacular como en la ficción pero por algo se dice que nada es como en las películas.
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Interesante… el análisis me hace pensar un poco en el cambio de enfoque que White Wolf aplicó a la Gehenna (una suerte de apocalipsis) en Vampiro: La Mascarada. Ese «fantasma» que se temía súbito e implacable ahora es una tormenta que ya está atravesando a las criaturas de la noche, aunque muchas no sepan o no quieran reconocerlo. Nada será como en las películas… pero a veces sí jajaja.